Algunos enfermos en la antigüedad masticaban finas láminas o polvo de oro y se echaba una pizca de este metal en guisos fortalecedores en siglos pasados. El oro era recetado a Luis XII rey francés como medicina que tragaba grandes cantidades en brebajes reconstituyentes que le preparaban los alquimistas de la corte para fortalecer su mala salud.
El Goldwasser (agua de oro), un aguardiente que contiene pequeñas virutas de pan de oro, de 22 o 23 quilates, aficionó al zar Pedro el Grande, que conoció la bebida en uno de sus viajes y se convirtió en un amante de ella ordenando que se le enviara de manera periódica para su consumo personal. Se aseguraba por entonces que las virutas de oro, al producir cortes a su paso por la garganta y en el estomago, permitiría al alcohol entrar directamente en la sangre de tal manera que produjera un efecto más rápido.
En el siglo XIV durante la peste negra en Europa se creía que beber oro podría curar a la gente, y en otras civilizaciones, que los haría levitar. Los chinos consideraban al oro como una medicina que podía conferir larga vida o incluso la inmortalidad. Esta idea fue transmitida a través de los alquimistas árabes al continente europeo, donde personajes pudientes adquirieron el hábito de acompañar sus comidas con brebajes de este metal.
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