Henri Sanson era hijo, nieto y bisnieto de verdugos. Mató a 2.918 personas, entre ellas a María Antonieta, Robespierre y Luis XVI, a quien conocía bien. Pero la ejecución de éste (1793) le conmovió tanto que escribió unas cartas para contar su ejemplar comportamiento sobre el patíbulo.
Por Rubén Amón
El verdugo de Luis XVI se indignó al leer que los periódicos del furor jacobino atribuían al rey haberse comportado como un cobarde en el cadalso. No era verdad que fuera conducido por la fuerza a la guillotina con una pistola en la nuca. No era cierto que el Borbón hubiera gritado de miedo como una gallina cuando ajustaron su cuello en el hueco de la decapitación. Era mentira que la ejecución hubiera degenerado en una escabechina por la impericia del ejecutor.
"El rey afrontó toda aquella situación con una compostura y un temple que nos dejó atónitos a cuantos allí nos encontrábamos. Sigo convencido de que aquella firmeza suya la había extraído de los principios de la religión". Habla Charles Henri Sanson, otorgándose a título expiatorio un lugar pasivo en el ceremonial regicida. Se encontraba allí como tantos otros franceses, pero nadie si no él tenía la responsabilidad de manejar la guillotina sobre la cabeza de Luis XVI aquella mañana opaca de 1793. Al menos, el protagonismo del sacrificio permitió al ejecutor parisino escribir una carta rectificando las informaciones partidistas y amarillistas que habían aparecido entre las páginas del diario Thermomètre du jour.
"Su Majestad subió al patíbulo", continúa la carta, "y quiso abalanzarse sobre la parte frontal como si pretendiera pronunciar un discurso. Se le dijo que aquello no era posible. Entonces se dejó conducir hasta el lugar donde fue atado, desde donde exclamó con voz muy alta: "Pueblo de Francia, muero inocente". Después, volviéndose hacia nosotros, dijo: "Caballeros, soy inocente de todo cuanto se me ha acusado. Desearía que mi sangre sirviera para consolidar sobre ella la felicidad de todos los franceses".
La letra de Charles Henri Sanson es pareja, ordenada, pulcra. Ocupa unos folios espesos y amarillentos, aunque la tinta se ha apagado con el transcurso de los años, exactamente igual que sucede al sello rojo del lacre. Llama la atención la obsesión informativa del verdugo en su misiva al Thermomètre. Parece haber escrito un informe policial, quizá porque la fórmula descriptiva y objetiva de la carta redunda en la credibilidad del texto y coloca a Sanson en un plano más o menos ajeno al sacrificio.
"No es fácil calcular el valor de un documento como éste", declara Mark Jones, experto en libros y manuscritos de Christie?s. "Tenemos delante de nosotros un testimonio determinante del siglo XVIII. Bien porque aporta nueva luz a la historia misma de Francia o bien por la resonancia universal que tuvo la Revolución a raíz de la ejecución pública de Luis XVI".
En la ruina. El antepenúltimo monarca francés y Sanson habían coincidido un par de veces antes de reunirse en el cadalso. La primera sucedió en abril de 1789, cuando el verdugo tuvo ocasión de exponer al rey que la drástica disminución de las ejecuciones le había colocado al borde de la bancarrota. No tenía dinero para liquidar las deudas. Tampoco podía costearse las 16 personas que vivían a su cargo ?familiares, empleados, servicio?, de modo que Luis XVI, sensible a los lagrimones de Sanson, concedió al verdugo un periodo de inmunidad de seis meses que servía esencialmente para preservarlo de la Policía, de la Justicia y de sus abundantes acreedores.
La segunda vez se encontraron por razones técnicas y logísticas. Resulta que el rey de Francia había convocado una reunión para verificar la eficacia de la guillotina en la primavera de 1791. Allí estaba, naturalmente, el propietario intelectual de la idea, Joseph Ignaz Guillotin, pero también acudieron al encuentro el maestro encargado de patentarla, Tobías Schmidt, y el propio Charles Henri Sanson como especialista en decapitaciones. Luis XVI aprobó el mecanismo. Le pareció eficaz, rotundo, aséptico, aunque hizo saber a los presentes que el uso de una cuchilla con forma de cruasán le parecía menos adecuada que una cuchilla oblicua.
El verdugo interpretó la objeción como un gesto de sabiduría. De hecho, Tobías Schmidt, constructor de instrumentos musicales, se atuvo al consejo del monarca y diseñó la maquinaria tal como se la iba a encontrar Luis XVI el 21 de enero de 1793 en la plaza de la Revolución.
"Cuando descendió de su carroza para la ejecución, le dije que tenía que despojarse de su hábito", narra Sanson en el manuscrito. "Me dio a entender que no quería hacerlo, pero finalmente accedió. También se resistió a que le atáramos las manos. Y preguntó si era necesario que los tambores redoblaran todo el tiempo. Se le dijo que no sabíamos".
El rey tuvo que someterse a la vergüenza que suponía dejarse cortar el cabello por el ayudante del verdugo. Había 100.000 personas contemplando la escena, casi siempre en silencio, aunque de vez en cuando prorrumpían desde el gallinero las consignas justicieras: "¡Muerte a Luis XVI!".
Charles Henri Sanson estaba seguro de que finalmente se iba a producir la liberación del monarca. Imaginaba que sus leales lograrían llevárselo del patíbulo. Quizá porque el rescate hubiera permitido al verdugo abstenerse de actuar contra su voluntad. Nunca como entonces maldijo su profesión. Nunca como aquella mañana regresó tan abatido ni avergonzado a su casa. Celebraba el aniversario de su matrimonio. O no celebraba nada, porque el hogar de los Sanson languidecía desde hacía muchos años entre la discriminación de los vecinos, la expresión fantasmagórica de los decapitados y la exasperante tradición lúgubre de sus propios antepasados. Era hijo de verdugo, nieto de verdugo, bisnieto de verdugo. Todo porque el primer Sanson llamado a manejar el hacha y los útiles de tortura hubo de satisfacer el chantaje de su suegro a cuenta de un pecado de amor. Sucedió en 1688, cuando Charles Sanson I fue sorprendido en actitudes pecaminosas con mademoiselle Margarita. El desliz precipitó la solución tradicional del matrimonio, pero el padre de la futura esposa, conocido con el apelativo de "maestro Jouënne", exigió la condición de que el marido "heredaría" la antiquísima profesión de verdugo en la ciudad de París.
Se trataba de un trabajo bien remunerado y extraordinariamente impopular. No sólo porque el bourreau, he aquí el denigrante término en francés (que además de verdugo significa burro de carga), vivía del dolor y del pavor ajenos. También porque buena parte de sus recursos provenía de una cuota impositiva "en género" que debían facilitar los comerciantes, los fruteros, los campesinos y los restantes gremios.
Charles Sanson, orgulloso de su pasado militar, aprendió el oficio con habilidad en compañía del suegro. Era bastante diestro en la técnica de la decapitación con la espada, pero también había adquirido una singular eficacia en la tarea de administrar las torturas y los suplicios. Sabía arrancarle el labio superior a los blasfemos, quemar a fuego lento a las meretrices, arrancar la lengua a los mentirosos, amputar las manos a los ladrones, fustigar a los pecadores, herrar como ganado a los desertores o flagelar a los menores de edad que habían incurrido en delito grave.
Semejantes medidas disciplinarias solían aplicarse en presencia del público, aunque los ceremoniales más concurridos coincidían con la aplicación exhibicionista de la pena capital en las plazas mayores. Era entonces cuando Charles Sanson adquiría plena consciencia de que el oficio de verdugo equivalía a la mayor degradación humana expresamente consentida por la ley. Su bisnieto, Charles Henri, recibió los trastos el 30 de julio de 1778. Había frecuentado de niño, de adolescente y de joven la pericia paterna en el escenario del cadalso, pero su primera responsabilidad como verdugo titular la cumplió a los 39 años decidido a limpiar la imagen de la profesión. Exigió que las autoridades sustituyeran el término de bourreau por el de ejecutor y adquirió bastante relieve en la actualidad prerrevolucionaria en nombre de la hipocresía circundante: "Si los verdugos somos una vergüenza, no deberíamos existir. Y si somos necesarios, que se nos trate con el respeto de tales. Por favor".
El terror le hizo rico. Después aparecería el estéril debate sobre la abolición de la pena de muerte, aunque el hallazgo humanitario e industrial de la guillotina (así fue descrita por su inventor) y la venganza sanguinaria de la época del terror permitiría a Charles Henri acumular una enorme fortuna sobre el cadalso. Cuestión de números y de comisiones, porque había oficiado durante su existencia la ejecución de 2.918 personas. De ellas, 370 eran mujeres, como Maria Antonieta, mientras que 2.548 eran hombres, como Danton, Robespierre y Luis XVI, cuyo linaje le permitió beneficiarse de prerrogativas que resultaban inaceptables para los demás condenados. Por ejemplo, acceder a una sepultura nominal y presentarse en la Plaza de la Revolución (hoy plaza de la Concordia) a bordo de su propia carroza y no como pasajero de la humillante carreta de madera que conducía el verdugo a imagen y semejanza de Caronte, el barquero de los muertos, según la mitología.
Era una ceremonia ejemplar, provista de boato y barroquismo inusuales. Cien gendarmes a caballo custodiaban el trayecto del carruaje en las calles de París. Otros tantos oficiales de la guardia nacional aguardaban a los pies de la guillotina para evitar imprevistos de orden público. "En un instante", escribe Charles Sanson, "el rey fue ajustado bajo la plancha fatal. Y en el momento en que la cuchilla iba a caer sobre su cabeza, tuvo tiempo de escuchar la voz del sacerdote que le había asistido en el cadalso. Le decía: "Hijo de San Luis, mirad al cielo".
La posición del cuerpo se lo impedía, pero el ejecutor hizo cuanto pudo para garantizar que Luis XVI pudiera instalarse a título póstumo en la bóveda celeste. No sólo reconociendo su entereza en la carta de protesta remitida al Thermomètre. También ocupándose anualmente de pagar una costosa misa para el sufragio del alma del Borbón decapitado.
EL DECÁLOGO SANSON DEL BUEN VERDUGO
El reo viaja en la misma carreta que el verdugo durante el trayecto al patíbulo.
Se despoja al condenado de la ropa, menos el pantalón y la camisa.
Se le atan las muñecas a la espalda.
Se le corta el cabello en el caso de que lo tenga largo.
Se le despoja del cuello de la camisa para facilitar el trabajo.
Se le sujeta boca abajo en un banco paralelo al suelo.
Una vez manipulada la guillotina, se exhibe al público la cabeza del reo sujetándola del cabello.
En caso de que el condenado sea calvo, el verdugo sujeta la testa por las orejas.
Finalmente, se introduce la cabeza en una cesta grande.
El cuerpo del condenado termina enterrado en una fosa común.
Fuente: http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2006/349/1149272194.html
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