Laurent Fignon murió como vivió. Partiéndose la cara. La diferencia está en que contra el cáncer se pierde aún demasiadas veces. Aquel ciclista de las gafitas, maniático y sin complejos que conquistó la cima del ciclismo con una doble victoria en el Tour de Francia (1983, 1984) y advirtió que su concepto de ciclismo terminaba para mal con su derrota más sonada (Tour de Francia 1989), ha muerto a los 50 años víctima de un cáncer gastrointestinal con metástasis en el pancreas. Fallece uno de los personajes más fascinantes del ciclismo de finales del siglo XX, un corredor con una clase y un talento directamente proporcional a su carácter a menudo agrio, agresivo, políticamente incorrecto por convicción y bastante quijotesco a pesar de su animadversión un tanto enfermiza por todo lo español.
El Fignon ciclista fue indiscutible. Su primera victoria en el Tour, maravillosa, en su debut a los 23 años, fue interpretada como un hecho aislado por la ausencia de su jefe de filas en el Renault, Bernard Hinault, lesionado. En 1984, el parisino ratificó su supremacía frente al bretón, quien ya había abandonado al mítico director Cyrille Guimard para enrolarse en el nuevo equipo La Vie Claire, formado por el megalomaniaco empresario francés Bernard Tapie. Laurent Fignon siguió con Guimard hasta casi el final de su carrera, pero la relación entre ambos quedó también muy deteriorada.
Incluso más que sus victorias, la gran derrota en los Campos Elíseos manda en la portada de su vida. Su biografía, publicada en 2008 -estaba en rotativas cuando le comunicaron su fatal enfermedad- comienza con ese momento histórico y el epígrafe del capítulo es significativo: 'ocho segundos'. Aún la menor diferencia entre el ganador y el segundo clasificado de un Tour. El regusto amargo de ese día permaneció en su memoria hasta el final de su vida: primero por quién se lo ganó, un ciclista que también fue compañero suyo en el grupo de Guimard, Greg LeMond. Y, sobre todo, porque opinaba que el estadounidense había hecho trampa al utilizar soportes lumbares y manillar con apoyos prohibidos en las contrarreloj de aquel Tour de 1989.
Recordemos el caso. Laurent Fignon, líder en París antes de la salida de la última etapa, una contrarreloj de 24 kilómetros en la capital francesa, salió en última posición con una ventaja de 50 segundos sobre Greg LeMond, segundo clasificado. En condiciones normales, la ventaja sería para el francés y la sorpresa fue mayúscula. La sala de prensa hervía y los periodistas, con la crónica escrita en la que se narraba la tercera victoria de Fignon, rompieron sus cuartillas mecanografiadas: ninguna servía. Laurent Fignon era un buen contrarrelojista, de un nivel parejo al de su rival. Pero aquel día cedió 58 segundos, porque amaneció enfermo y, según insistió hasta sus últimos días, los árbitros no aplicaron el reglamento con justicia.
En su libro, Fignon añade que aquel 23 de julio fue el inicio del fin de lo que él había conocido como deporte ciclista. Un mundo nuevo de tecnología mecánica y de dopaje institucionalizado se abría paso, como constató tres años después, cuando, harto de Guimard, se marchó con su fiel masajista, consejero y confesor, Alain Gallopin, al Gatorade italiano. Su último equipo profesional. Después compró la París-Niza y la vendió tras una ardua negociación con el Tour de Francia, al que acusó en su biografía de prácticas propias de La Mafia. Nunca puso freno a sus verdades.
Gallopin, hoy director del RadioShack, mantenía su estrecha relación con Fignon. Habló con él casi a diario desde que fue ingresado hace dos semanas por complicaciones pulmonares. "Hoy se me ha muerto un hermano. Y he visto a un luchador, hasta el final", declaraba el hombre que lo acompañó desde aquellos tiempos inciertos en los que conoció a Fignon en un equipo de aficionados, al que el parisino se asoció tras comprobar que, en muy poco tiempo -de hecho, comenzó a competir en bicicleta tarde, a los 15 años- se había llevado a su casa trofeo tras trofeo.
El poco aprecio por lo español de Fignon se aprecia todavía en su libro, tan reciente. Narra sus experiencias en la Vuelta a España como un español podría narrar su estancia en una competición de Gabón, por ejemplo. No se disculpó de aquel famoso escupitajo a la cámara de Televisión Española en una estación de tren de París, aunque reconoció que pretendió enviar su proyectil a una televisión francesa que había puesto en duda que el parisino compitiera sin dopaje.
Los que quieran relacionar la prematura muerte con el uso de sustancias dopantes cometerán seguramente un gran error. Fignon reconoció haber tomado corticoides y anfetaminas sólo una vez para mejorar su rendimiento, pero se negó a tomar el rumbo de los tiempos y a someterse a prácticas tan en uso en los 90, cuando todo cambió. Diferenció el dopaje artesanal -y los errores juveniles de tomar drogas por diversión sin reparar en la siguiente competición- con el uso continuado y pautado de hormonas y 'motivadores' sanguíneo.
Laurent Fignon apareció en el último Tour para terminar su colaboración con el canal France 2. Con la voz quebrada, apenas hizo un puñado de etapas. Se negó a esconderse en un armario desde que tuvo conocimiento de que padecía cáncer, desde el primer día quiso dar la cara y aparecer a sabiendas de que ninguno de los tratamientos que recibía aplacaban su enfermedad. Los aficionados de aquella época mágica, en la que la generación del 60 (Fignon, Delgado, Herrera, LeMond) 'enterró' a Bernard Hinault, le deben a este antipático héroe muchas de sus mejores tardes de ciclismo.
Fuente: elmundo.es
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