La religiosa dominica peruana Isabel Floret, de nombre religioso Rosa de Lima, que fue la primera santa sudamericana, representa un ejemplo extremo de mortificación voluntaria a mayor gloria de Dios. Se cuenta que, cuando un joven alabó un día su belleza, se rasgó el rostro, marcando sus cicatrices con pimienta y sal. Cuando tiempo después, otro joven loó la belleza de sus manos, las sumergió en lejía pura para deformarlas. Durante toda su vida comió alimentos poco apetitosos (principalmente, hierbas y raíces cocidas) y cada vez en menor cantidad. Vivió siempre en una pequeña choza que sus padres construyeron para ella en el jardín de la casa familiar dedicando doce horas diarias a la oración, diez horas al trabajo y dos al descanso. Además, siempre vistió una blusa de un tejido extremadamente áspero que procuraba un constante picor mortificante a su piel. Alrededor de la cintura se anudaba cuan fuerte podía una cadena que, a cada movimiento, hendía su carne y por si no fuera suficiente, se colocaba una corona de espinas de plata en la cabeza. Cada vez que su confesor trataba que aliviase todos estos suplicios, ella arredraba con más ímpetu en ellos
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