En una determinada época de su vida, según cuenta la tradición, el cardenal Richelieu pasaba casi todo el día tumbado en la cama, bien defendido por un buen número de almohadones de seda. Tanto es así que, al parecer, en jornadas sin actos sociales, sólo abandonaba su lecho lo justo para despachar con el rey los asuntos diarios. Para mantener mínimamente su forma física, una vez al día se levantaba de la cama y solía hacer ejercicios gimnásticos en su propio palacio, corriendo por los pasillos y saltando por encima de los muebles.
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