La infancia del escritor, filósofo y economista inglés John Stuart Mill transcurrió sometida a la férrea disciplina que le fue impuesta por su padre, el erudito James Mill. A los tres años, su padre le enseñó griego antiguo; a los cuatro, le introdujo en la historia; y a los ocho le avezó en el latín, geometría y álgebra. A los doce, John Stuart ya conocía a fondo las obras de Virgilio, Horacio, Ovidio, Terencio, Cicerón, Homero, Sófocles y demás figuras de la cultura grecolatina, leídas todas ellas en su lengua original. Además, era obligado por su padre a escribir composiciones poéticas en inglés. Con estos antecedentes, acaso no era extraño que John Stuart Mill sufriera a los veinte años una grave depresión existencial, de la que, según confesión posterior, sólo salió gracias a la poesía de Wordsworth, que le devolvió a la vida cotidiana y atemperó tanto caudal cultural con muchas y buenas dosis de madurez sentimental y humanidad mundana.
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