Manuel José Othón
Poeta mexicano
Manuel José Othón nació el 14 de junio de 1858 en San Luis Potosí.
Hijo de José Guadalupe Othón y Prudencia Vargas.
Fue agente del Ministerio Público y juez en distintas poblaciones del centro y el norte del país, así como diputado federal.
Siendo licenciado en Derecho, se le encargó la Dirección del Registro Público de la Propiedad.
En 1879 editó su primer poema titulado La Esmeralda. En 1878 escribió el poema Primavera, considerado como un himno de los bosques. En 1902 publicó Poemas Rústicos.
Destaca entre sus obras Idilio Salvaje, poema en el que se unen la pasión amorosa, el remordimiento y la naturaleza.
Detrás de la poesía de Manuel José Othón, así como de su narrativa y su teatro, se agitan las presencias de Virgilio, Dante, Shakespeare, Goethe y, de manera muy especial, Cervantes. También tuvo influencias del mexicano Acuña, y admiró sobre todos a Salvador Díaz Mirón, a quien llamaba "excelso y querido". Los clásicos españoles y los románticos guiaron sus primeros pasos; abominó del modernismo, especialmente el de Darío y de Lugones.
Publicó Poesías (1880), Poemas rústicos (1882), Nuevas poesías (1883) y, póstumamente, Noche rústica de Walpurgis (1907) y El himno de los bosques (1908). También escribió teatro.
Manuel José Othón falleció en San Luis Potosí el 28 de noviembre de 1906.
IDILIO SALVAJE
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?... Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.
Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amarguisimo y profundo
de un triste amor o de un inmenso llanto.
II
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba;
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.
Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda ni un atajo.
asoladora atmósfera candente
de se incrustan las águilas serenas
como clavos que se hunden lentamente.
Silencio, lobreguez pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el balope triunfal de los berrendos.
III
En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina
como un relieve en el confín impreso.
El viento, entre los médanos opreso,
canta como una música divina,
y finge bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.
Vibran en el crepúsculo tus ojos,
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;
y destacada contra el sol muriente,
como un airón, flotando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.
IV
La llanura amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto,
y en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.
Unta la tade en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, tostada por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.
Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna,
las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.
V
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura
como si fuera un campo de matanza.
Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.
Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.
En un cielo de plomo el sol ya muerto,
y en nuestros desgarrados corazones
¡El desierto, el desierto... y el desierto!
VI
¡Es mi adiós...! Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición, sobre tu espalda.
En mis desolaciones ¿qué te espera?
-ya apenas veo tu arrastrante falda-
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.
El terremoto humano ha destruido
mi corazón y todo en él expira.
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!
Aún te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo, ay, tu espalda miro cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.